Cada día creo más firmemente en que existe una relación evidente entre la arquitectura y todo lo que existe en el mundo -en general-, y en el mundo de los negocios -en particular-. Tanto es así, que la arquitectura puede usarse como metáfora para casi cualquier proceso acerca de la vida de una empresa. Desde trazar los planos que sirvan de guía para el diseño de algo, establecer los cimientos, o utilizar los mejores materiales, hasta lo más próximo al concepto de «burbuja» que tan bien encaja en ambos mundos: el inmobiliario y el de los negocios, especialmente los relacionados con internet. Tal vez por este motivo -y porque como decía un gran profesor mío ‘los arquitectos y los creativos publicitarios son seres de una misma y extraña especie’, mi vinculación y admiración hacia el mundo de la arquitectura es tal, que sin lugar a dudas ha venido a convertirse en una de mis vocaciones frustradas.
En cualquier caso, me queda la esperanza de saber que, como reza el título de este post, cualquiera puede y debe experimentar con la arquitectura en su vida -y ahí ya me siento un poco arquitecto- y convertirse, cuanto antes mejor, en el arquitecto de su propio futuro. Un futuro que nadie como uno mismo conoce porque cada cierto tiempo, nuestro cuerpo se desvive por hacérnoslo soñar, creándonos anhelos irreprimibles en lo más profundo de nuestro ser. Impulsos de energía que nos invitan a trazar el sendero hacia la realización personal, olvidando por el camino todas aquellas ataduras socioculturales que la educación y la fuerza de lo preestablecido se han encargado de ir imprimiendo en nuestras entrañas con el paso de los años. Y de pronto, un día, ves la luz al final del túnel. Una luz que te permite vislumbrar ese momento trascendental en el que parece que todo se compenetra en una suerte de relato con sentido, a pesar de que en el devenir de los acontecimientos apenas fuiste consciente de que todo formaba parte de un mismo todo: el de la historia de tu vida. Llegado ese momento, te conviertes verdaderamente en dueño de tu tiempo, en amo de tu vida. Y entonces sonríes, respiras, y comienzas a comprender que todo sucede por algún motivo. Todo se reduce a la ley de causa y efecto, sin que por ello la vida deje de ser mágica.
Sin embargo, para que todo lo anterior llegue a producirse, debe darse una condición sin la cual resulta imposible o, en todo caso, improbable, toda la explosión de vida que se mantiene a la espera de que nos decidamos a dar el salto y atraparla. Y dicha condición se resume en una palabra de esas que suenan a negativo a pesar de esconder una potente carga positiva: ‘fracaso’. Al igual que ocurre con la palabra ‘crisis’, ‘fracaso’ esconde un halo de fuerza positiva imparable, aunque desde bien pequeños, y sobre todo en un país poco dado a fomentar la cultura del esfuerzo, se nos haya inculcado lo contrario. Fracaso es sinónimo de experiencia, de aprendizaje, de experimentación. Y como ocurre con cualquier dualidad, su presencia es necesaria para conocer a su contrario, el éxito, como se precisa del calor para conocer el frío. En esta línea, y a modo de conclusión, recojo a continuación unas palabras del libro «El monje que vendió su Ferrari» y que exponen a la perfección el sentido de este post:
«El fracaso es no tener el coraje de intentarlo, ni más ni menos. Lo único que se interpone entre la gente y sus sueños es el miedo al fracaso. Sin embargo, el fracaso es esencial para triunfar. El fracaso nos pone a prueba y nos permite crecer. Nos guía, además, por el camino del esclarecimiento. Los maestros de Oriente dicen que cada flecha que da en la diana es el resultado de cien flechas erradas. Sacar partido de la pérdida es una ley fundamental de la naturaleza. No temas al fracaso. El fracaso es tu amigo. […] Obra como si el fracaso fuera imposible y tendrás el éxito asegurado. Borra todo pensamiento de que no lograrás tus objetivos, sean materiales o espirituales. Sé valiente y no pongas límites a tu imaginación. No seas un prisionero de tu pasado. Conviértete en el arquitecto de tu futuro. Ya no serás el mismo.» (Robin Sharma: El monje que vendió su Ferrari)